Las primeras lluvias dejan ver su efecto vivificante en la germinación de las semillas que tiñe de verde los campos y anuncia la primavera del invierno. Simultáneamente,
las tonalidades de ocre aparecen en las hojas de los árboles caducifolios; así es como la naturaleza sigue impecable su curso.

Como ella, el cuerpo tiene sus estaciones y también sus exigencias. Las nieblas matinales que anuncian el fin del verano apelan a la moderación; la mente pide calma, sana introspección y escucha atenta. Avasallados por la IA y la robotización, es recomendable parapetarse de tal intromisión y en nuestro palpitar cotidiano
practicar el «No corras, ve despacio que donde tienes que ir es a ti», de Machado. Es un momento precioso para preguntarse de dónde venimos y hacia dónde transitamos en el eterno transhumanar. Ojalá nos salga al encuentro la
Esperanza.

Aquello que consideramos lo más valioso del ser humano acostumbra a ser la personalidad, cuyos hábitos y deseos surgen de la oscuridad del subconsciente y que al ser reconocidos, pueden transformarse gracias al calor de la voluntad. Esta es la metamorfosis de la que emana una nueva luz del pensar y que posibilita el sentir cognitivo, luz del sentido de la vida.

Largo es el camino comparado con la brevedad de la vida. Mientras la memoria automática y la intelectual se asientan en el cerebro, la memoria ética y la trascendental dependen de fuerzas vitales libres del cerebro. En ellas está el embrión espiritual del Yo en su eterno proceso de individuación, cuyo asiento es el corazón. Solo así se puede llegar a una comprensión viva de la «complementariedad de los contrarios», de «como es arriba es abajo» o «no hay adentro, no hay afuera, todo lo que es exterior es interior y viceversa».

En otoño se enciende el fuego etérico del corazón para que el alma viva su verano.

Felipe Ramis – Director ConCiencia Magazine